lunes, 11 de junio de 2007

En busca del desorden perfecto ¡¡por más “desórdenes de autor”!!

No lo sé, pero posiblemente así como Proust buscó intensamente un orden afectivo para su memoria, nosotros estemos buscando un desorden luminoso (gracias por la expresión ¡¡me encantó!!) que traduzca cada vez más exactamente nuestra sensibilidad.
Es una revancha a nuestros padres. Durante años, toda la secundaria, se metían en nuestras habitaciones y nos decían “esto es un desastre ¡¡ordená todo de una vez!!”. Ahora no sólo podemos llevar nuestros desórdenes a una galería o espacio de arte sino que también podemos incrementarlos, llevarlos a un extremo.
¿¿No es genial que nuestros desórdenes generen sentidos, miradas, afectos diversos?? Cippo me escribió días atrás que estamos llamados generacionalmente a perfeccionar el desorden, a volverlo un “desorden de autor”, así como los directores de cine de los cincuentas de la Nouvelle Vague hablaban de “cine de autor”. Me decía que todavía no existe demasiada cultura del desorden y estoy de acuerdo en un 100%. Se repite mucho el mismo ejemplo lingüístico de que los esquimales tienen muchísimas palabras para designar el blanco y nosotros unas pocas. De la misma forma tenemos muy pocas herramientas para afrontar el desorden, otras disposiciones de objetos, nuevas relaciones. Se trata de algo diferente a la representación y a la narratividad. Por ejemplo, me encantó la instalación de Nicolás Mastracchio en Appetite pero su creación de un personaje fantasmático, ese muestrario de objetos en la cronología de un personaje me parece que le resta puntos. Prefiero mil veces perderme en esa selva doméstica de objetos como si fuera una nueva Darwin, ya que cada objeto se resignifica en la propuesta de un nuevo desorden.
Si pensamos en la generación de artistas que son identificados como “del Rojas” o de los 90, vemos inmediatamente la diferencia que el escotoma galáctico de Lebenglik está lejísimo de advertir; los artistas de la década pasada buscaron grandes zonas de orden y belleza en materiales no habituales (de las cajas de Cepita de Pombo a las palanganas de Schilliro) mientras que los artistas de ésta década avanzaron en dirección contraria. Ahí donde los rojenses volvieron a refundar la pintura o la escultura (Pombo y Harte, siguiendo a Pablo Suárez), Siquier (siguiendo a Raúl Lozza) o Laren siguiéndose a sí mismo, los artistas del 2000 construyen ambientes, se zafan de los formatos habituales y proyectan sus mundos privados con despliegues mucho mayores y otro uso de la tecnología.
Los 90 tuvieron un tipo de espectador muy diferente al de ésta década, lo mismo que los 80. En los 80 y 90 no existía nada parecido a Belleza & Felicidad o Appetite y menos aún a Fernanda Laguna o Daniela Luna, dos ídolas totales que señalaron caminos antes inéditos. Ellas son algo así como las Madrinas del Desorden, de esta nueva sensibilidad que nos conecta más con un planeta que ya nada tiene que ver con aquel de nuestros años de adolescencia.