Todas las obras que vi de Florencia Rodríguez Giles (foto) me sacudieron de distintas formas, pero finalmente la sensación que me embargó en cada una de esas oportunidades fue muy intensa. Me acuerdo de su cuarto en la muestra en el telo de Palermo, a la que mentalmente retitulé: "Hairmonster room". Abrías la puerta de un cuarto de hotel alojamiento y encontrabas una gran presencia peluda sobre una cama, todo en penumbras. Antes había visto su sesión espiritista en Proa, todas esas señoras finiseculares con la cara aplastada sobre la mesa de conexión con el más allá. A esa obra-instalación la retitulé "de cara al otro cielo" (ya ven, son proclive a repensar de inmediato los posibles sentidos de aquello que me impacta). Por último, el volcán en Estudio Abierto me deslumbró: para colmo, yo venía de leer la novela y el cuento de Malcom Lowry y no pude sino remontarme a esa lectura, que por otra parte es una versión de la comedia dantesca, por lo cual todo quedaba en familia.Florencia, como Yamandú, nos entrega sensaciones físicas, para las cuales la vivencia de la distancia es fundamental. Como escribió Octavio Paz en un ensayo muy recordado, tenemos la inmensa impresión de ser mirados por eso que miramos. Tuve ese monstruo de pelos, la sensación de cara aplastada y la intimidación del volcán muy dentro mío durante bastante tiempo después de haberlas visto. Ahí donde una de sus maestras, Nicola Costantino, resulta visceral, Florencia apela a la contundencia de la fábula. Es sumamente literaria en el mejor de los sentidos: en ella conviven (sin que necesariamente lo busque) Julio Verne, Lovecraft, Dante, Susan Sontag, Jules Lafforgue, Supervielle, Madama Blabavsky, Jean Rhis y muchos otros. Ella es nuestra Angela Carter (novelista que adoro): una chica decidida que no teme cruzar los portales más intensos.