Mírenlo bien: están observando una fotografía de uno de los más sacados y talentosos artistas argentinos. Antes de haber visto una obra de este alucinante artista de los 90, experimenté esa sensación volcánica que significa haber leído uno de sus textos. En Lux Lindner todo adquiere otro peso y otro signo: las palabras se transforman en dispositivos de una máquina del Laboratorio de Dexter entremezclada con una carta de navegación de su adorado Ezequiel Martínez Estrada. Es que Lux puede ser críptico, pero siempre es demasiado lúcido y divertido, ácido y cándido en partes iguales. Mi amigo Bubi me dijo alguna vez que sus dibujos-pinturas le encantaban, tan llenas de aparatos, figuras alegóricas y horizontes prolijamente desmelenados, pero que al mismo tiempo algo se le perdía siempre: toda la obra de Lux parece sobrevolar claves históricas, filosóficas, políticas y estéticas que se nos escapan de a ratos. Le interesa ser explícito, pero de otra forma. Me gusta que sea tan contemporáneo, tan actual, con armas tan clásicas: Lindner es un dibujante que apenas se aleja de la bidimensionalidad, que poco se aparta de la elaboración de un estilo que viene desarrollando desde hace por lo menos quince años. Es un constructor de mundos que deconstruyen a éste en el que habitamos transformándolo en un organismo alienígena y cotidiano en partes iguales. Mientras observamos que muchos de su generación ya comienzan a construir su propio museo lleno de espejos, con una obra que tempranamente se quiere clásica, Lindner es siempre novedoso sin apartarse de los materiales de siempre. El reciente ganador del Premio Klemm de la Academia, el autor de una de las muestras más intensas del año pasado en la galería Braga Menéndez, sigue fabricando dispositivos tecnológico-artísticos de un futuro no muy lejano que a veces se parece a este presente.